MI HISTORIA

Hoy nace Lia Gaviota. Una historia que comenzó con alas rotas… y terminó en vuelo. Soy Ivonne. Sobreviví. Sané. Renací. Y hoy decido contar mi historia para que otras mujeres descubran la suya. Porque cuando una mujer cuenta su vuelo, otras aprenden a desplegar sus alas. 

cada capítulo. Cada sección refleja una etapa de mi viaje, y cada capítulo es una pluma que suma fuerza a tu vuelo.

💌 "Bienvenida a este espacio de libertad, verdad y transformación"

Capitulo I

🕊 ¿Quién es ella?

   Nació como la primera hija de una joven pareja de raíces profundas en La Romana, una ciudad señorial y vibrante al este de la República Dominicana. Rodeada de playas de ensueño y bañada por el Atlántico, su historia comienza en un rincón que respira belleza y tradición.

🌴 La Romana: tierra de azúcar y progreso

   La Romana no es solo un punto en el mapa. Es un símbolo de desarrollo, cultura y orgullo nacional. Su historia floreció a principios del siglo XX, cuando la cercanía con Puerto Rico y la necesidad de tierras fértiles para el cultivo de caña de azúcar convirtieron esta ciudad en un epicentro económico.

La llegada de empresas extranjeras, el auge de las centrales azucareras y el establecimiento del famoso Central Romana marcaron una época dorada. La ciudad se transformó: acueductos, luz eléctrica, teléfonos en los hogares… todo llegó antes que al resto del país.

🚂 De carretas a trenes: el pulso de una ciudad

La caña de azúcar no solo alimentó industrias, también tejió la identidad de los romanenses. El transporte evolucionó de carretas tiradas por bueyes a trenes que aún hoy recorren los campos. El Central Romana no es solo una empresa: es parte del alma de la ciudad.

👨‍👩‍👧 Tradición que se hereda

Durante décadas, la mayoría de las familias trabajaron directa o indirectamente para la central azucarera. Era más que un empleo: era una forma de vida. La empresa impulsaba la educación, el progreso y el regreso de los jóvenes con nuevas ideas. Así, La Romana creció con visión y corazón.

Hoy, los romanenses siguen llevando la cabeza en alto. Como dice el dicho: “Los romanenses son muy orgullosos de su ciudad… y de nariz parada.”

 Capítulo II

  Sus orígenes

     Lia nació del encuentro entre dos mundos: el de Félix, joven romanense de espíritu inquieto y futuro brillante, y el de Katy, una muchacha de campo con alma serena y mirada profunda.

Félix tenía 23 años y vivía intensamente su juventud. Era contable en una empresa reconocida de La Romana, y soñaba con estudiar ingeniería industrial en el extranjero. Su vida estaba marcada por el esfuerzo, la popularidad y una visión clara de lo que quería lograr.

Pero su historia no se cuenta sin mencionar a su hermano mayor, Alfonzo: el poeta. Amante de las letras, creador del círculo de poetas de La Romana, y figura clave en la literatura dominicana. Hoy, en 2025, se le reconoce como el padre de la poesía en República Dominicana. Su legado no solo dejó huella en el país, sino también en Lia, quien heredó de él el amor por las palabras, la sensibilidad artística y ese carácter soñador que la define.

Katy, por su parte, apenas 17 años, nacida en un paraje llamado Sanaté, en la provincia de Higüey. Nacida en una familia campesina, rodeada de tierras fértiles y ganado, su infancia estuvo marcada por la sencillez y el trabajo. En aquella época, las niñas del campo solo accedían a la educación primaria, y continuar estudiando implicaba trasladarse a la ciudad. Pero Sánate quedaba lejos de Higüey, y Katy permaneció en su tierra tras terminar la escuela.

Capítulo III 

💖Cuando el viento canto su nombre

   Los padres de Katy jamás imaginaron que, en uno de esos días de sol radiante, mientras ella lavaba ropa y cantaba junto al río rodeada de otras jóvenes casaderas, señoras de la familia y vecinas del paraje, el destino comenzaría a escribir una historia de amor.

El río era testigo de risas, canciones y confidencias. Era el corazón del campo, donde la vida fluía con la misma naturalidad que sus aguas. Y justo ese día, varios mozos de La Romana recorrían el paisaje en moto, disfrutando de la brisa y la libertad.

Al detenerse para refrescarse en el río, uno de ellos quedó hechizado. Sus ojos se posaron en Katy, la joven campesina de mirada serena y voz melodiosa. Ese joven era Félix.

Fue un instante suspendido en el tiempo. Ella, sin saberlo, cantaba su destino. Él, sin buscarlo, encontró en ella algo más que belleza: encontró el inicio de una historia que cambiaría sus vidas para siempre.

La casa familiar era una de esas típicas del Caribe, hecha en madera, pintadas de verde con techo de zinc. Tenía muchas ventanas blancas hechas con listones de madera que se subían y bajaban, la puerta partida en dos mitades; permitía la entrada de aire en los días de calor. La casa era amplia disponía de varias habitaciones, sala comedora y la cocina era la última estancia la que daba al enorme patio, que estaba lleno de árboles frutales.

🏡 Capítulo IV:

La casa verde del alma

   La casa familiar era un retrato vivo del Caribe. Pintada de verde, con techo de zinc que cantaba bajo la lluvia, y ventanas blancas de listones que subían y bajaban como párpados curiosos, respiraba vida en cada rincón.

La puerta, partida en dos mitades, dejaba entrar el aire cálido de los días soleados, y también las voces del vecindario, los aromas del patio y el murmullo de la infancia. Era una casa amplia, con varias habitaciones, una sala donde se tejían historias, y un comedor que reunía risas y silencios.

La cocina, al fondo, era el corazón de la casa. Desde allí se abría el enorme patio, un edén de árboles frutales que ofrecían sombra, dulzura y juegos. Mangos, guayabas, limones… cada fruto tenía su temporada, su sabor y su recuerdo.

Esa casa no era solo madera y pintura. Era refugio, raíz y testigo de los primeros pasos, de los sueños que empezaban a germinar.

 

👶 Capítulo V:

Cuando llegó Lia

   La madrugada estaba tranquila, como si el mundo contuviera el aliento. En una habitación sencilla, rodeada de amor y nervios, Katy se preparaba para dar vida.

Y entonces, como un suspiro que se convierte en canción, llegó Lia.

Su llanto fue suave, casi tímido, pero suficiente para llenar la casa entera de luz. Era pequeña, frágil, pero con una energía que parecía venir de generaciones enteras. Sus ojos, aún cerrados, ya guardaban historias por contar.

Para Katy, fue el inicio de una nueva forma de amar. Para Félix, el nacimiento de su mayor responsabilidad y orgullo. Para ambos, Lia era más que una hija: era el puente entre sus mundos, la promesa de un futuro lleno de esperanza.

La casa verde, aquella donde el viento entraba cantando, se llenó de nuevos sonidos: el murmullo de cunas, las canciones de cuna, las risas entre pañales y madrugadas sin dormir. Lia había llegado, y con ella, una nueva historia comenzaba.

🍼 Capítulo VI:

Lia, la niña de la vaca en el jardín

   El nombre de Lia no fue elegido al azar. En una tradición única, los amigos de Félix y Alfonzo escribieron varios nombres en papeles y los colocaron en una fuente de cristal. De allí se sacaron dos, y así nació el nombre que hoy lleva con orgullo.

De esa fuente salieron dos nombres,  uno de los cuales es; Ivonne. Hoy  Lia Gaviota y su llegada fue todo un acontecimiento, no solo por la emoción de tenerla en brazos, sino por los desafíos que trajo consigo.

Desde el primer día, Lia presentó serios problemas estomacales. Nada parecía funcionar: ni fórmulas, ni remedios, ni consejos médicos. Hasta que, en un gesto de amor y creatividad, trajeron una vaca desde la finca del padre de Katy. Lia solo podía tomar leche recién ordeñada, directamente de la ubre.  Así, cada día, la vaca era ordeñada exclusivamente para ella.

Félix solía bromear diciendo que Lia era la única niña de la ciudad con una vaca en el jardín. Y así, entre leche tibia y cuidados constantes, la pequeña comenzó a fortalecerse.

Antes del bautizo, se celebró el tradicional echado de agua, una costumbre dominicana llena de simbolismo. Lia fue vestida con ropitas bordadas con delicadeza, y rodeada de amigos y familiares que serían sus padrinos y madrinas. Durante la ceremonia, alguien de respeto social o del clero trazó una cruz sobre su frente con una ramita de ruda mojada en agua bendita, diciendo: “Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.”

Luego, la misma ramita fue usada para rociar a todos los padrinos y madrinas, como símbolo de bendición compartida. En el caso de Lia, como era de esperar, hubo muchos padrinos… y pocas madrinas.

Durante toda su niñez, Lia tuvo el privilegio de pedir la bendición a un buen número de padrinos, y de recibir regalos, abrazos y cariño de todos ellos. Su historia comenzó rodeada de amor, leche fresca y una comunidad que la abrazó desde el primer día.

🧸 Capítulo VII:

Los primeros pasos de Lia

   Lia creció rodeada de amor, árboles frutales y el murmullo constante de voces que la llamaban con dulzura. Desde muy pequeña mostró una curiosidad insaciable: todo lo quería tocar, todo lo quería entender. Su mirada era intensa y serena, como si el mundo le hablara en secreto.

Sus primeros pasos fueron una mezcla de tropiezos y risas. Caminaba con decisión, como si supiera exactamente a dónde quería ir, aunque aún no tuviera palabras para explicarlo. Félix solía decir que Lia no caminaba… exploraba.

Le fascinaban los colores, los sonidos, los olores. Se detenía frente a las flores del patio como si fueran obras de arte, y perseguía mariposas con la misma seriedad con la que otros persiguen sueños. Sus padres, abuelos, tías y tíos,   pacientes y amorosas, la observaba con ternura, sabiendo que su hija tenía una chispa especial.

Para aquella niña de pelo dorados,  cada día era una aventura, cada rincón de la casa verde un universo por descubrir.

Y así, entre pasos tambaleantes, carcajadas espontáneas y abrazos infinitos, Lia comenzó a escribir su propia historia. Una historia que apenas empezaba, pero que ya prometía ser inolvidable.

🌸 Capítulo VIII:

La niñez entre rezos, sueños y canela

   La niñez de Lia estuvo marcada por un país en transformación. Aunque era muy pequeña, guarda un recuerdo borroso pero intenso del día en que murió el dictador Trujillo. En su barrio, la gente lloraba desconsolada, y sus abuelos paternos estaban profundamente afectados. Hoy, Lia entiende que no era solo tristeza: era incertidumbre, miedo a lo desconocido, a lo que vendría tras la caída del caudillo.

Pero mientras el país cambiaba, Lia crecía como una niña alegre, curiosa y terriblemente soñadora. Tenía la piel color canela, ojos avellana y rizos dorados como el trigo seco. Mimada desde pequeña, sabía que era profundamente amada y protegida.

Aunque sus padres vivían separados, nunca sintió su ausencia. Sus abuelos, su tío Alfonzo y sus tías la rodeaban de afecto constante. Su padre, desde la distancia, siempre le hacía sentir su presencia, y su madre la visitaba con frecuencia, llevándola a Santo Domingo en muchas ocasiones. Ambos, siempre en armonía, tomaban juntos las decisiones importantes sobre Lia y su hermano. Ese ejemplo de respeto y unidad, incluso en la separación, sería una guía para Lia en muchos momentos de su vida.

Aprendió a leer y escribir a los cinco años, guiada por Teresa, una maestra de vocación, vecina y amiga de la familia. Luego ingresó al colegio católico Inmaculado Corazón de María, dirigido por monjas de la orden Santa Teresa de Jesús, vestidas de riguroso negro y blanco. Era el colegio de las niñas de buena familia, con normas estrictas y días que comenzaban en la capilla, entre rezos y silencio.

Lia no era la mejor estudiante, pero sí una niña extrovertida, inteligente y disciplinada. Su imaginación desbordaba los márgenes de los cuadernos, y su espíritu libre encontraba formas de brillar incluso entre reglas rígidas.

🎶 Capítulo IX:

Entre rezos, versos y barquillos de helado

   A los ocho años, como todas las alumnas del colegio religioso, Lia estudió el catecismo e hizo su primera comunión. Vestida con su impecable uniforme de gala, recibió el sacramento en la capilla del colegio, rodeada de solemnidad y emoción. Se confesaba cada semana, como dictaban las normas, aunque a esa edad, los pecados eran más bien travesuras inocentes.

Sus padres eligieron para ella una educación católica, pero desde pequeña Lia tuvo la fortuna de conocer otras creencias. Su abuela practicaba la religión del séptimo día, y Lia la acompañaba a los cultos adventistas los sábados por la mañana y los miércoles por la noche. Además, la tía Angélica, evangélica ferviente, solía visitar la casa para leer y analizar pasajes de la Biblia. Lia se sentaba a escucharlas, fascinada por las distintas formas de interpretar el mismo libro sagrado.

Los domingos y días festivos, las alumnas del colegio asistían a misa en la iglesia Santa Rosa de Lima, joya barroca ubicada frente al parque central. Después de la misa, comenzaba el ritual dominical: matinée en el teatro para ver películas de Joselito, Marisol, Rocío Dúrcal, Palito Ortega, y otros ídolos juveniles de la época. Luego, helado en barquillo y paseo por el parque, donde las familias se reunían entre jardines, bancos y conversaciones. Las damas lucían sus mejores galas, los caballeros sus guayaberas y sombreros de Panamá. Era un desfile de tradición y elegancia.

   Lia solía ir al colegio en autobús escolar, aunque sus días favoritos eran aquellos en que “Tiito” Alfonzo la llevaba en moto. Su relación con él era entrañable. Lo admiraba profundamente y disfrutaba estar cerca cuando él y sus amigos poetas se reunían para escribir, declamar y compartir tertulias literarias.

La casa familiar era un hervidero de cultura. El patio, amplio y lleno de árboles frutales —limoncillo, mangos, chirimoyas, aguacates, guayabas, cocos, tamarindos, higüeros— ofrecía sombra y frescura, y se convertía en escenario de encuentros mágicos. Bajo sus ramas, se escuchaba el sonido de las maquinillas manuales: Ruuumm, Tac Tac, como un latido poético que aún hoy resuena.

Los fines de semana, las tertulias poéticas reunían a más de diez artistas: poetas, declamadores y guitarristas bohemios que entre verso y verso improvisaban boleros. Las trovas fluían como el viento entre los árboles, y Lia, pequeña y curiosa, absorbía cada palabra como si fueran semillas de su propio destino.

🎼 Capítulo X:

Donde los versos encontraban hogar

   En la casa de Lia, las tardes se llenaban de poesía. Vecinos, amigos y artistas se reunían en círculo, como si las palabras necesitaran compañía para florecer. Se escuchaban versos, se aplaudía con el alma, y entre risas suaves y guitarras bohemias, nacían nuevas ideas literarias muchas de las cuales luego eran plasmadas en el papel en esas viejas maquimillas.

Para Lia, aquellas tertulias eran momentos mágicos. Tenía su pequeña silla de madera con fondo de guano tejido, y apenas comenzaban a llegar los poetas, corría a colocarla junto a su tío Alfonzo. Mientras los niños del barrio jugaban en la calle, ella prefería estar allí, entre trovas, boleros y metáforas que aún no comprendía del todo, pero que ya la hacían vibrar.

La casa familiar era más que un hogar: era un punto de encuentro para poetas y escritores latinoamericanos, algunos muy reconocidos. Bajo los árboles del patio —limoncillo, guayaba, tamarindo, coco— se tejían versos como quien cosecha frutos.

En una de esas visitas, un poeta cuyo nombre Lia ha olvidado, le regaló un verso que aún hoy guarda en su memoria como un tesoro:

Código

Para Ivonne, 

La niña de ojos serenos como un lago profundo. 

Con mucha vida para soñar, 

Y muchos sueños por vivir.

Ese pequeño poema fue como una bendición anticipada. Lia, aún niña, ya era musa. Ya era parte del mundo de las letras, no solo como espectadora, sino como promesa.

🌺 Capítulo XI:

Donde la poesía curaba y la memoria florecía

   Lia nunca olvidó aquel breve poema que le dedicó un poeta visitante. En los momentos más difíciles de su vida, recordarlo era como aferrarse a una cuerda invisible que la conectaba con su esencia, con su cuna, con todo lo que la hacía ser ella.

Desde pequeña, Lia vivió rodeada de versos. Su tío Alfonzo recitaba los poemas de José Ángel Buesa, y ella los aprendía casi sin darse cuenta. Poema del fracaso, Canción de la lluvia, Poema del alma, Balada del loco amor… cada uno se convirtió en parte de su piel. También los boleros de la época se alojaron en su memoria, como si fueran parte de su banda sonora personal.

Uno de sus favoritos era Balada del mal amor, que aún hoy recita en voz baja cuando el alma se le pone nostálgica. Ese maravilloso poeta cubano la acompañó desde la infancia, como un faro lírico que nunca se apagó.

Lia creció en una familia peculiar, aunque durante años pensó que era lo normal. Con el tiempo, comprendió que su infancia fue extraordinaria, y aprendió a valorar cada experiencia vivida.

🎄 Capítulo XII:

De atabales, machetes y navidades con sabor a yuca

   Los abuelos maternos de Lia también tejieron con amor su infancia. Doña Mercedes, su abuela, era una mujer de tez dorada, pelo lacio y carácter dulce, pero con una fuerza interior que la convertía en leyenda. Terrateniente en un mundo de hombres, dirigía trabajadores, cabalgaba con machete al cinto y nunca se amilanaba ante los desafíos. Lia la recuerda llegando desde el campo con productos frescos, como si trajera consigo el alma de la tierra.

Los abuelos:

Doña Mercedes, mujer fuerte de raza y carácter, acostumbrada a a dirigir la finca y a los campesinos. Lia la recuerda montada sobre su caballo con un machete al cinto. pertenecía a una estirpe de mujeres que preservaban una tradición ancestral: Los Atabales. Ceremonias festivas de origen africano, donde se tocaba un tronco hueco forrado con piel de vaca, con las palmas de las manos. El sonido era profundo, casi visceral, acompañado de cánticos religiosos que se interpretaban como quejidos del alma.

Los atabales se bailaban en trance, sin contacto físico, durante horas. Eran celebraciones que comenzaban al atardecer y terminaban con café al amanecer. Se preparaban grandes cantidades de comida: cerdos, chivos, becerros asados a la vara, dulces, bebidas… y los invitados llegaban desde todos los parajes, vestidos con sus mejores galas, a caballo o en mula.

Don Agapito, el abuelo materno, era de tez blanca, pelo negro y personalidad recia. Tenía ganado y tierras de cultivo. Lia lo recuerda llegando en mula, sentándose bajo el árbol de mango, observando a sus nietos jugar con una serenidad que parecía eterna.

Las navidades eran un espectáculo de amor y tradición. Las mujeres de la familia se reunían para ir al mercado, comprar ingredientes y preparar los platos típicos: empanadillas de yuca hechas con catibía, rellenas de carne molida y pasas; pernil de cerdo asado; chicharrones que dolían en la panza, pero valían cada mordida; arroz con gandules, ensaladas, ponche, frutas navideñas como uvas, manzanas, peras, nueces, avellanas y las inolvidables gominolas de frutas.

Toda la familia se reunía: tías, primos, vecinos… y a veces, incluso Katy y Félix llegaban para compartir la cena. Eran los mejores tiempos. Tiempos que Lia guarda como tesoros en el corazón, porque después de ellos, la felicidad tomó otros caminos.

🔥 Capítulo XIII:

Traviesa entre tiros y ternura

   Durante su niñez, Lia fue una niña alegre, curiosa y algo traviesa, pero nunca rebelde. Su mundo estaba lleno de juegos, subida a los árboles para coger frutas, versos y afecto. Sin embargo, también vivió momentos que marcaron su memoria con una intensidad distinta.

En 1965, la República Dominicana atravesó una guerra civil. Fueron días de tensión, incertidumbre y miedo. Lia, aún pequeña, no comprendía del todo lo que ocurría, pero lo sentía. En lugar de esconderse al escuchar los disparos, salía corriendo por los patios para ver cómo se desarrollaban los disturbios. Su madre, desesperada, pasaba horas buscándola, intentando protegerla de lo que ella aún no entendía.

La casa familiar se convirtió en un refugio. Su tío Alfonzo y sus abuelos, con valentía y discreción, ayudaron a estudiantes que huían de los militares. Les ofrecían resguardo, comida, silencio. Lia recuerda esos días como una mezcla de confusión y admiración. Aunque no comprendía la magnitud de lo que ocurría, sentía que algo importante estaba pasando… y que su familia estaba del lado correcto de la historia.

Años después, Lia entendería que aquellos gestos fueron actos de resistencia silenciosa. Que su casa, la misma donde se escribían poemas y se cocinaban empanadillas de yuca, también fue un lugar de protección y dignidad en tiempos convulsos.

🌊 Capítulo IXV:

El día que el viento cambió de isla

   Tenía diez años cuando su padre llegó desde Puerto Rico, cargado de documentos y silencios. Tras varias conversaciones entre adultos, le comunicaron que ella, su abuela, su hermano  y su padre debían viajar a Santo Domingo. Tenían una cita en el consulado norteamericano.

Lia no recuerda mucho de aquel día, salvo que después de la cita fueron a casa de su madre. Lo que sí recuerda es la sensación de que algo estaba cambiando, aunque no sabía exactamente qué.

Katy, su madre, entendió entonces que sus hijos se marchaban del país. Aceptó la decisión con el corazón apretado, sabiendo que era lo mejor para ellos. Puerto Rico ofrecía mejores oportunidades, una educación más amplia, una vida distinta.

Y así, sin grandes despedidas ni promesas, terminó el tiempo de Lia en la República Dominicana. Dejaba atrás la casa donde el viento entraba cantando, los versos bajo los árboles, los atabales, los boleros, los chicharrones que dolían, pero encantaban, las tertulias, las radios encendidas, los remedios de la abuela y los cuentos del abuelo.

Se marchaba con una maleta pequeña, pero con un equipaje invisible lleno de memorias, aromas, canciones y versos que la acompañarían siempre.

🌊 Capítulo XV:

Dejar La Romana, abrazar Puerto Rico

   Dejar atrás La Romana no fue solo una mudanza. Fue despedirse de las raíces, de los aromas dulces de la caña de azúcar, del murmullo de los trenes y del orgullo que se respira en cada esquina. Fue cerrar una etapa marcada por tradición, familia y tierra fértil… para abrir otra llena de incertidumbre y esperanza.

Puerto Rico no era completamente desconocido. Desde pequeña, había escuchado historias de la isla hermana, de sus calles vibrantes, su música contagiosa y su gente cálida. Pero vivir allí era otra cosa. Era aprender a mirar con nuevos ojos, a adaptarse a ritmos distintos, a encontrar belleza en lo desconocido.

Los primeros días fueron un torbellino de emociones: extrañar el acento romanense, buscar el sabor del café como en casa, y descubrir que el mar, aunque distinto, también podía abrazar. Poco a poco, Puerto Rico comenzó a sentirse menos ajeno. Las plazas, los vecinos, las costumbres… todo fue tejiendo un nuevo hogar.

Adaptarse no fue fácil, pero fue transformador. Aprendí que las raíces no se arrancan, se expanden. Que se puede amar dos tierras al mismo tiempo. Y que cada paso fuera de la zona conocida es una oportunidad para crecer.

Hoy, al mirar atrás, sé que esa partida fue el inicio de una nueva versión de mí. Una que lleva a La Romana en el corazón, pero que también floreció en suelo boricua.

🌴 Capítulo XVI:

En la Isla del Encanto

   Puerto Rico, la llamada Isla del Encanto, fue el nuevo escenario donde Lia comenzó a escribir el siguiente capítulo de su vida. Pequeña entre las Antillas Mayores, separada de la República Dominicana por el canal de La Mona, esta isla se convirtió en su nuevo hogar, lleno de luz, mar y descubrimientos.

Su vida escolar comenzó en el colegio San Judas Tadeo, dirigido por las Carmelitas de Jesús, la misma congregación que había guiado sus primeros pasos en La Romana. La urbanización donde vivía su padre era familiar y cálida. Por las mañanas, los niños caminaban juntos al colegio; por las tardes, jugaban en las calles mientras los adultos regaban jardines y compartían charlas. Era un ambiente idílico, casi cinematográfico.

Lia formó un grupo de amigos con quienes compartía tardes en el parque, juegos de vóleibol, visitas a la bolera y noches junto al mar en el malecón, donde las familias llevaban comida y refrescos para disfrutar del aire marino. Una de sus actividades favoritas era ir al autocine: sillas plegables, comida casera y películas bajo las estrellas. También le encantaba explorar playas, pueblos y rincones nuevos de la isla.

A los 14 años, llegó a la urbanización un joven ecuatoriano que despertó en Lia una emoción nueva. No fueron novios —la palabra le parecía demasiado grande—, pero fueron mejores amigos, inseparables en la pandilla de adolescentes que compartían risas y secretos.

Su padre, deseando que Lia aprendiera piano, la inscribió en clases de piano y solfeo. Pero al verla conversar animadamente con un joven, temiendo distracciones, decidió cancelar las clases para alejarla del incipiente novio. Fue un gesto que Lia nunca olvidó, una pequeña herida que también formó parte de su historia.

Más adelante, Lia ingresó al colegio Santa Teresa, también dirigido por las Carmelitas. El ambiente le resultaba familiar, y algunas religiosas ya le eran conocidas. Se adaptó con facilidad, encontró nuevas amigas y continuó su camino con la misma curiosidad de siempre.

Pero lo más profundo ocurría en silencio. Por las noches, Lia despertaba y escribía. No era un diario, eran versos, pensamientos, emociones que surgían sin pedir permiso. Hablaba de la noche, del silencio, de su casa familiar, de sus sensaciones adolescentes. Luego volvía a dormir.

Al día siguiente, al leer lo escrito, a veces no reconocía sus propias palabras. Sentía que otra parte de ella —más sabia, más libre— había tomado la pluma. Era como si en la madrugada se desdoblara, y desde un rincón desconocido de su alma, brotara una voz que aún hoy sigue siendo un misterio.

Capítulo XVII:

Notas en la almohada y sueños en los paseos

   En aquellos años, Lia desarrolló una costumbre que se volvió ritual: comunicarse con su padre por escrito. Como Félix solía salir muy temprano, cuando ella aún dormía, Lia comenzó a dejarle pequeñas notas. A veces eran simples mensajes como “Buenas noches, te veo mañana” o “Te quiero, papi”. Otras veces, eran pensamientos más profundos, emociones que prefería no decir en voz alta para evitar discusiones.

Su padre respondía también por escrito, y así, entre papeles doblados y palabras sinceras, lograban resolver los conflictos propios de la adolescencia. Aquella forma de diálogo se convirtió en un puente emocional, una manera de mantener la cercanía incluso en los silencios.

Entre ellos siempre existió un vínculo especial. Podían pasar horas conversando sobre música, arte, literatura. Félix le ofrecía lecciones de vida disfrazadas de charlas, y Lia absorbía cada palabra como si fueran semillas que luego florecerían en su alma.

Pasaron los meses, y un fin de semana, Félix les comunicó que cambiaría de trabajo. Se trasladarían a San Juan, la capital de Puerto Rico. Para Lia, significaba empezar de nuevo: otro colegio, nuevos amigos, otra ciudad, nuevas vivencias.

Félix se mudó a Toa Alta, un pueblo cercano con su esposa y continuo compartiendo su tiempo entre  las dos familias.  La cercanía permitió que el padre pasara más tiempo con sus hijos, y la costumbre de las notas continuó, como un hilo invisible que los mantenía unidos.

Lia creó un nuevo grupo de amigas,  Se reunían en casa para compartir canciones, emociones y sueños. También disfrutaba de la playa, de las compras con su padre —que seguía siendo su asesor de imagen— y de los paseos donde él le hablaba de sus sueños para ella.

Félix deseaba que Lia viviera con intensidad, que fuera una mujer moderna, independiente, culta, elegante. Le hablaba de la importancia de las buenas maneras, del saber estar, de rodearse de personas con valores, educación y sensibilidad.

Durante esa etapa, Lia aprendió a jugar tenis y desarrolló un amor profundo por la lectura. Leía sobre diversos temas, intentando comprender el mundo que su padre le mostraba. De ahí nació una pasión que aún hoy la acompaña: leer para entender, para crecer, para soñar.

💼 Capítulo XVIII:

Cuando Lia decidió buscarse la vida

   A los 17 años, Lia sintió que era momento de comenzar a buscarse la vida. Quería seguir estudiando, sí, pero también trabajar, explorar, aprender. Tenía hambre de experiencia, de posibilidades, de mundo. Y no se detuvo.

Se inscribió en cursos de costura, ventas. Tomó clases de danza moderna y jazz en la academia de la reconocida bailarina Leonor Constanzo, donde permaneció dos años. También estudió modelaje y refinamiento en la prestigiosa escuela Barbizón. Cada paso era una semilla que plantaba en su jardín personal.

Su primer trabajo fue como recepcionista. Luego, trabajó haciendo transcripciones para un periódico: recibía noticias por teléfono de los periodistas y las mecanografiaba para el departamento de prensa. Era un trabajo nocturno, exigente, pero Lia lo asumía con responsabilidad y curiosidad.

También trabajó en una fábrica de sujetadores, cosiendo en una cadena de producción. Cada puntada era parte de su historia, cada jornada una lección de vida.

A pesar de los cambios, la relación con su padre seguía siendo de confianza y complicidad. Continuaban escribiéndose notas, compartiendo paseos, conversaciones sobre arte, música, literatura. Félix seguía siendo su guía, su espejo, su cómplice.

Lia no solo buscaba trabajo. Buscaba sentido, identidad, propósito. Y en cada curso, en cada empleo, en cada conversación, iba encontrando pedacitos de sí misma.

🕊️ Capítulo XIX:

Cuando Lia decidió volar sola

   A los 19 años, Lia sentía que necesitaba su propio espacio. Seguía trabajando en pluriempleo, incansable, decidida a construir su vida con sus propias manos. Un día, respondió a un anuncio para un puesto de vendedora de calentadores de agua. Fue a la entrevista sin imaginar que allí conocería al hombre que marcaría el inicio de una nueva etapa.

James era 15 años mayor que ella. No era atractivo en el sentido convencional, pero sí interesante. Fotógrafo de guerra, había sido laureado por su trabajo en Vietnam. Nacido en el Bronx, descendiente de inmigrantes puertorriqueños, pertenecía a aquella generación que formó parte de las pandillas latinas neoyorquinas. Su vida estaba llena de historias, cicatrices y vivencias que deslumbraban a Lia.

No fue un enamoramiento clásico. Fue curiosidad, admiración, deseo de explorar lo desconocido. Con él, Lia salió por primera vez a bailar, vivió su primer noviazgo, recibió su primer beso, y conoció el amor físico. Era todo lo contrario a lo que su padre había soñado para ella.

Cuando Lia le comunicó a Félix que se iría a vivir con James, la reacción fue inmediata: —Dime qué puedo hacer para evitar que cometas ese error. Vas a convertir tu vida en un fracaso. Ese no es el camino. ¿Deseas irte de viaje por un tiempo? Ese hombre no es el apropiado, no pertenece a nuestro mundo.

Pero Lia ya lo había decidido. Necesitaba salir de la burbuja, experimentar por sí misma, vivir fuera del control paternal. Quería crear su propia historia, equivocarse si era necesario, pero hacerlo con libertad.

Y así, en ese momento, Lia comenzó a ser dueña y señora de sus actos. Comenzó a volar sola.

“Lo cierto es que en estos casos yo termine haciendo lo que me dio la gana y mientras mayor era la oposición general a la relación, mayor era mí rebeldía, ¡lo natural a esa edad! Especialmente en los años setenta en que los jóvenes vivíamos totalmente influenciados por slogans, como: -Paz y amor, freedom y amor libre. Como todos sabéis aquella fue la era de acuario y el comienzo de todos los desmadres que ya conocemos, especialmente en N.Y.”

👣 Capítulo XXI:

 Volver a mí

   Con su padre en estado de shock, Lia dejó los estudios y su acomodado estilo de vida para unirse a alguien con quien tenía poco o nada en común. No se casó —aún conservaba suficiente sentido común para saber que no quería hacerlo siendo tan joven—, pero se lanzó a vivir una experiencia que, aunque breve, marcaría su historia.

La relación pasó sin pena ni gloria. Lo más relevante fue el nacimiento de su hijo, un acontecimiento que le dio sentido a una etapa que, por lo demás, se desdibujó con el tiempo. Vivieron unos meses en Puerto Rico, y luego se mudaron a Nueva York, ciudad que nunca logró abrazarla. Lia no se sintió bien allí. El ruido, el ritmo, la distancia emocional… todo le decía que ese no era su lugar.

Tan pronto nació su hijo, tomó una decisión firme: regresar a Puerto Rico sola con él. Su pareja, fotógrafo de moda, decidió quedarse en el Bronx, su ciudad natal. Pero Lia, con las ideas claras y el corazón firme, sabía que debía volver a su mundo: a sus estudios, a su familia, a sus amigos, a su esencia.

Fue un acto de amor propio. De intuición. De valentía.

🌸 Capítulo XXII:

La vida entre hijos, vuelos y decisiones firmes

   Al regresar a Puerto Rico desde Nueva York, Lia encontró refugio en el hogar de su madre y su hermano. Su abuela había vuelto a la República Dominicana, y ella, con la determinación intacta, se propuso recuperar la vida que había dejado aparcada al convertirse en mujer con pareja.

Volvió a trabajar, retomó sus estudios universitarios en horario nocturno, y asumió la maternidad con una madurez admirable. Había decidido tener a su hijo con plena conciencia, y desde el primer día, organizó su vida para que su presencia nunca fuese un obstáculo. Le puso una nana, y siguió adelante.

Tres años después, conoció a un joven abogado exitoso. La relación fue intensa, especial, pero también imposible. Lia defendía su libertad con uñas y alma, y él vivía atrapado en sus propias ambiciones. Quedó embarazada, y decidió seguir adelante sola. Durante el embarazo, trabajó sin parar en la empresa que había creado como intermediaria entre bancos y comerciantes. El día del parto, salió directamente del escritorio al hospital.

Sabía que debía dejarle ir. Ambos tenían espíritus demasiado libres, y no había nada que los pudiera detener. Lia le dejó claro que ni ella ni su hija lo necesitaban. Y así, se despidieron definitivamente.

Tiempo después, Lia conoció a otro hombre. Le explicó con claridad que no buscaba un marido ni un proveedor, que no deseaba complicarse con enamoramientos ni promesas. Le ofreció una vida feliz bajo sus condiciones. Él aceptó. Se casaron unos meses más tarde, y un año después nació su hija menor.

Organizó un hogar perfecto, casi de revista, para sus tres hijos. Tenían una niñera, un espacio cómodo y tranquilo, y una infancia sana, protegida y feliz. Lia trabajaba entrenando personal de ventas para una reconocida línea de cosméticos, daba clases de modelaje, desfilaba como modelo en eventos empresariales, y mantenía una vida social activa, viajando por las islas del Caribe y disfrutando momentos paradisíacos.

Pero la vida, como siempre, cambia. Una caída en el trabajo le provocó que su marido tuviese  un problema en la espalda, y con ello, una etapa de frustración profunda. Momento en que  comenzó a exigir cambios radicales que Lia no estaba dispuesta a realizar. Y así, con la misma firmeza con la que había construido su vida, Lia decidió cerrar ese capítulo.

🏖️ Capítulo XXIII:

Un nuevo hogar junto al mar

   Lia tomó una decisión firme: crear un nuevo espacio para ella y sus hijos. Se buscó un apartamento de lujo en Isla verde junto al mar, lo  amueblo  y decoro  con el gusto que la caracterizaba. Era un lugar luminoso, con brisa salada entrando por las ventanas y el sonido del oleaje como banda sonora de cada día.

Primero se mudó sola. Quería que todo estuviera listo, que el nuevo hogar  recibiera a sus hijos con calma y belleza. Durante un mes, mientras sus hijos terminaban el periodo escolar, Lia iba cada día a la casa familiar para verlos, acompañarlos, mantener la rutina.

Y entonces, el último día de clases, como si el calendario marcara también un nuevo comienzo, trasladó a sus niños y a la niñera al nuevo hogar. Fue un acto de amor, de organización, de visión. Lia no solo cambiaba de dirección… cambiaba de vida.

⚖️ Capítulo XXIV:

Firmar la libertad

   Una vez que todo estuvo en orden, Lia fue a ver a su abogado. No deseaba bienes, ni compensaciones, ni disputas. Solo quería su libertad. Y la patria potestad y custodia de sus hijas.

Firmó la autorización para tramitar el divorcio con la serenidad de quien ha tomado una decisión desde el corazón y la razón. No había rencor, solo claridad. Lia no buscaba cerrar una puerta con ruido, sino abrir otra con luz.

Fue un acto de amor propio. De protección. De visión. Porque sabía que sus hijos merecían crecer en un entorno sano, estable, y que ella tenía la fuerza para ofrecérselo.

🌿 Capítulo XXVI:

  Volver a la raíz

   Dos años después del divorcio, Lia tomó una decisión que cambiaría el rumbo de su vida: regresar a su país.

Puerto Rico, que había sido su refugio durante años, se había transformado. La ola de criminalidad que azotaba la isla convirtió aquel paraíso en un lugar donde se vivía con miedo. Muchas personas de su entorno fueron víctimas, y casi todos partieron hacia nuevos destinos. Mientras muchos elegían Miami, Lia prefirió volver a su tierra.

Al regresar a la República Dominicana, después de tantos años, se sintió tranquila, feliz. Inmediatamente encontró trabajo y reinició su vida profesional, personal, social y familiar con entusiasmo. Era como si el alma volviera a respirar.

Un año y medio después, decidió abrir de nuevo la puerta al amor. Rehízo su vida sentimental con alguien que había sido compañero de trabajo en Puerto Rico, con quien compartía complicidad, gustos y recuerdos. El matrimonio prometía ser agradable, divertido, lleno de afinidades.

Pero la realidad fue otra. La necesidad constante de conquistas por parte de él rompió la armonía. Lia, con la claridad que da la experiencia, comprendió que debía terminar la relación. No había espacio para traiciones ni para renuncias personales. Su paz valía más.

🎭 Capítulo XXVIII:

El hombre perfecto… o la máscara del destino

   Todo comenzó como una noche cualquiera. Lia había salido con una amiga que atravesaba una crisis emocional tras el engaño de su novio. Con el deseo de ayudarla a despejarse, la invitó a cenar y bailar. Era un gesto de amistad, de consuelo, de sororidad.

Después de cenar, eligieron ir a una discoteca de moda. El ambiente era vibrante, la música envolvente, y la noche parecía prometer evasión. Fue allí donde Lia conoció al que cualquier mujer describiría como el hombre perfecto.

Atractivo, elegante, con ademanes de gran señor y un acento francés que quitaba el sentido. Una mascarada del destino hizo que todos coincidieran en el mismo lugar.

Lia y su amiga se sentaron cerca de la pista de baile, y pronto notó su presencia. Cada vez que salía a bailar, aquel hombre se acercaba a observarla, como hipnotizado por su energía.

Pasaron las horas, y finalmente, él la sacó a bailar. Lia no deseaba conocerle, algo en su intuición le decía que no… pero bailaron. Y durante la noche, sin que ella lo supiera, el chofer de aquel hombre consiguió que su amiga le diera su número de teléfono y la dirección de su trabajo.

Fue el inicio de algo que parecía mágico, pero que pronto revelaría su verdadero rostro.

🌹 Capítulo XXIX:

Rosas rojas y señales del destino

   Aquella noche, Lia prefirió salir de la discoteca y dejar atrás al hombre que parecía demasiado perfecto para ser real. Algo en su intuición le decía que no debía acercarse. Pero el destino, o quizás la insistencia disfrazada de romanticismo, tenía otros planes.

Al día siguiente, comenzó a recibir en su trabajo una canasta de rosas rojas. Una cada día. Como si cada flor fuera una palabra no dicha, una promesa, una provocación. El gesto era tan constante como inesperado, y poco a poco fue rompiendo la barrera que Lia había levantado.

Se encontraron en diversos lugares, como si el universo conspirara para que sus caminos se cruzaran una y otra vez. Y finalmente, luego de una cantidad increíble de actos de conquista —detalles, gestos, apariciones calculadas— Lia aceptó iniciar una relación con aquel hombre.

Era el comienzo de una historia que parecía escrita por un guionista de cine. Pero como bien sabemos, no todo lo que brilla es oro.

🎭 Capítulo XXX:

Cuando reinventarse significó perderse

   En ese momento, Lia estaba dando inicio a un proyecto que la llenaba de ilusión. Su propósito era claro: ayudar a las mujeres dominicanas a desarrollarse en comportamiento público, etiqueta, protocolo, imagen profesional, maquillaje y refinamiento. Era una misión con alma, nacida de su experiencia y de dos dones que siempre la habían acompañado: el poder de la palabra y una personalidad carismática y motivadora.

Había perfeccionado esas cualidades entrenando personal, dando charlas y talleres en Puerto Rico. Y ahora, ese sueño tomaba forma. El proyecto crecía, ganaba reconocimiento, y con él, también crecía la sombra que se escondía detrás del hombre que había entrado en su vida.

El señor francés comenzó a trabajar con ella en la parte administrativa. Al principio, todo parecía armonioso. Pero mientras más éxito tenía Lia, más celos y obsesión mostraba él. Lia pensaba que seguía su corazón, pero en realidad, poco a poco, hacía lo que él deseaba. Nadie la obligó. Ella eligió esa relación, teniendo muchas otras opciones. Pero eligió aquella.

Sin darse cuenta, comenzó a cambiar su rutina. Compartía menos con su familia, salía menos con sus amigas, abandonó actividades que amaba para adoptar las que él prefería. Se reinventó para adaptarse a su medida. Y en ese proceso, comenzó a perderse.

La primera discusión llegó cuando él exigió más control sobre el proyecto. Quería manejarlo todo, mientras ella se dedicaba solo a enseñar. Lia se negó. No quería perder el control de su idea. Pasaron los meses, y aunque todo parecía normal, su imagen pública crecía de forma increíble. Recibía reconocimientos por su labor, trabajaba sin descanso, y el proyecto seguía adelante.

Las personas lo aceptaban como su compañero, lo veían como un hombre especial. Pero dentro de él se acumulaba una rabia silenciosa, un resentimiento machista que más adelante se haría visible.

Meses después, volvieron a hablar sobre vivir juntos. Él insistía en que quería estar más cerca, que deseaba participar más para que ella estuviese “más tranquila”. Le dijo que, si después de tanto tiempo ella no confiaba en él lo suficiente como para dejarle el control administrativo, entonces debían terminar.

“(yo estaba totalmente enamorada y realmente creía en sus palabras)”.

💔 Capítulo XXXI:

Creer en sus palabras

   Lia estaba totalmente enamorada. Creía en sus palabras, en sus gestos, en sus promesas. Había entregado su confianza, su proyecto, su rutina, su espacio… y lo había hecho desde el corazón. No por ingenuidad, sino por amor.

Pensaba que seguía su intuición, pero en realidad, seguía la voz de aquel hombre que poco a poco había ido moldeando su mundo. Nadie la obligó. Ella eligió. Y esa elección, como tantas otras en la vida, vino cargado de consecuencias invisibles.

El amor, cuando es verdadero, no exige renuncias.

Pero Lia creía en sus palabras. Y a veces, eso basta para entregarlo todo, la administración de la empresa y de su vida sin límites. además, comenzaron a vivir juntos.

🌪️ Capítulo XXXII:

Cuando el éxito se volvió prisión

   Con tanto trabajo y actividad, Lia comenzó a sentirse abrumada, desbordada. Sin darse cuenta, fue absorbida por una tormenta de gente, horarios, compromisos y expectativas.

Su vida se convirtió en una agenda que no había escrito ella. Sus hijos pasaban más tiempo con el servicio de la casa que con su madre. Y Lia, sin siquiera ser consciente, desapareció de sus propias rutinas, de sus propios afectos.

Su compañero tomó el control total de sus vidas. Lia solo hacía lo que la agenda indicaba. Mientras su popularidad crecía como la espuma y su trabajo hacía ruido en los medios, él intensificaba su control. Al ver que el proyecto entraba en una etapa pública, sintió que corría el riesgo de perderla. Y eso no podía permitirlo.

Su furia se manifestó de mil maneras. Hasta que llegó la primera paliza.

Los problemas se intensificaron. Lia, buscando conservar la paz y mantener la relación, tomó una decisión que le rompió el alma: cerrar el proyecto que había nacido de su pasión por ayudar a otras mujeres. Fue un sacrificio silencioso, una renuncia que nadie vio, pero que ella sintió como una amputación.

Después de eso, comenzaron otro negocio: importación y exportación de productos artesanales. Pero desde ese momento, su vida se convirtió en un infierno. Un infierno tan inmenso que Lia llegó a desear terminar con todo. Perdió el deseo de sonreír, de vivir, de respirar.

🕯️ Capítulo XXXIII:

El cuento de hadas que nadie vio

   Con el paso de los años, Lia se fue apartando de todos. Incluso de su familia. Cada día traía peleas, insultos, vejaciones, golpes… y tantas situaciones que la llevaron a encerrarse en sí misma. El silencio se volvió su refugio, y la rutina su prisión.

En muchas ocasiones se preguntó por qué había permitido que aquel hombre la llevara hasta esos límites. Pero no encontraba respuesta. Porque a veces, el dolor no se explica. Solo se vive.

La relación continuó durante varios años. Desde fuera, las personas la veían y pensaban que su vida era un cuento de hadas. Elegante, exitosa, admirada. Pero eso era irreal. Nadie sabía el calvario que se escondía detrás de la sonrisa, del maquillaje, de los reconocimientos.

Lia vivía atrapada en una historia que no había escrito ella. Y cada día, su luz se apagaba un poco más.

honesto:

🕊️ Capítulo XXXIV:

Volver a caer… por amor

   Pasaron tantas cosas, tantas situaciones, tantas lágrimas y momentos de dolor, que sería imposible relatarlos todos en este espacio. Fue una etapa marcada por el silencio, por el encierro emocional, por la desconexión con todo lo que alguna vez fue hogar.

En una ocasión, Lia tomó una decisión valiente: a escondidas, se marchó a Puerto Rico con sus hijos. En pocos meses, había rehecho su vida. Estaba tranquila, respiraba con libertad, comenzaba a recuperar su esencia.

Pero él la localizó.

Y entre promesas y perdones, le prometió que todo iba a cambiar. Lia volvió a caer. No por debilidad, sino por amor. No por ignorancia, sino por fe. No por falta de opciones, sino porque aún le creía. Y aún le amaba.

No hay explicación lógica. No hay respuesta clara. Solo el eco de un corazón que, a pesar de todo, seguía esperando que el amor fuera suficiente.

🏠 Capítulo XXXV:

El piso que me devolvió el aire

   Esta vez, Lia fue clara. Le dijo que, a la menor señal de volver a la vida anterior, terminaría la relación definitivamente. Durante muchos meses, todo pareció tranquilo. Pero poco a poco, como una sombra que nunca se fue del todo, volvieron las mismas dinámicas, los mismos gestos, los mismos miedos.

La diferencia fue que, esta vez, Lia se había preparado. Había tomado un piso, lo amuebló, lo decoró, lo convirtió en un refugio. Era su plan de escape, su espacio de paz, su promesa silenciosa de que no volvería a perderse.

Y cuando los problemas comenzaron a surgir nuevamente, cuando el intento de paliza marcó el punto de quiebre, Lia no dudó. Se fue a vivir con sus hijas a ese nuevo lugar. No hubo gritos, ni explicaciones. Solo una decisión firme, tomada desde el corazón.

Se marchó con la esperanza de que todo terminaría en paz. Porque esta vez, no solo lo había dicho… lo había preparado.

🕯️ Capítulo XXXVI:

El día que pensé que todo terminaría

   El asedio comenzó con brutalidad. Persecuciones, amenazas, vigilancia constante. Lia volvió a sentir que su vida estaba en peligro. Aun así, con el corazón temblando, puso la demanda de divorcio. Lo hizo por ella, por sus hijas, por la esperanza de recuperar la paz.

Pero el miedo era real. Sabía que él las amaba, sí. Pero también sabía que era capaz de cualquier cosa con tal de dañarla. En su momento, logró poner a una de sus hijas en su contra. Y Lia, rota por dentro, llegó a preguntarse si valía la pena seguir adelante.

Sumida en una depresión profunda, se convirtió en un zombi. Caminaba, trabajaba, dormía… y se mantenía en pie solo por sus hijas. Era lo único que la sostenía.

La gota que derramó el vaso llegó unos días antes de la vista para el divorcio. Lia llegó a su trabajo como cualquier otro día. De pronto, él apareció. La cogió por el cuello y la lanzó al centro de su coche. Se puso en marcha, rumbo a una zona que hoy es una marina, pero que entonces era un bosque.

Allí, la hizo bajar del coche. Le puso un cuchillo en el cuello. Lia pensó que había llegado el fin.

Pasaron muchas cosas en ese lugar. Pero algo cambió. Al ver que ya no le importaba nada, que no importaba lo que él hiciera, que ella estaba decidida a no continuar con la relación, él soltó el cuchillo. La hizo subir al coche y la dejó, como si nada, en el estacionamiento de su trabajo.

Pero Lia ya no era la misma. Algo dentro de ella había despertado. Y esta vez, no habría marcha atrás.

🔥 Capítulo XXXVII:

Cuando el silencio se rompió

   Aquel día, Lia llegó a su trabajo como un autómata. Sin aliento. Con la mirada perdida y el cuerpo temblando. Sabía que había estado a punto de morir, de ser abandonada en un bosque, de convertirse en una estadística más del horror.

Pero algo cambió.

Sus empleadas, testigos de su estado, decidieron actuar. Llamaron a sus superiores y contaron todo lo que estaba ocurriendo. El silencio se rompió. Y con él, se desencadenó una serie de reacciones que obligaron a aquel hombre a abandonar el país, bajo amenaza de cárcel sin posibilidad de salida.

La verdad, por fin, salió a la luz.

Sus últimas palabras al teléfono fueron una amenaza: "Me voy de tu maldito país, pero voy a dedicar el resto de mi vida a buscar la manera de hundirte la vida."

Pero Lia ya no era la misma. Había sobrevivido. Había hablado. Y había comenzado a recuperar su voz.

💸 Capítulo XXXVIII:

Las deudas del silencio

   Lia creyó que todo había terminado con su partida. Que el infierno había quedado atrás. Que por fin podría respirar sin miedo.

Pero unas semanas después, la realidad golpeó con fuerza: él le había dejado una cantidad de deudas y problemas que no sabía cómo enfrentar. Cuentas impagas, compromisos financieros ocultos, responsabilidades que nunca fueron suyas… pero que ahora caían sobre sus hombros.

Era como si, incluso en ausencia, él siguiera intentando hundirla. Como si su amenaza —“Voy a dedicar el resto de mi vida a buscar la manera de hundirte”— comenzara a cumplirse desde el silencio.

Lia se sintió atrapada. Agotada. Pero también determinada. Porque si algo había aprendido, era que incluso en medio del caos, ella sabía cómo reconstruirse-

🌤️ Capítulo XXXIX:

Volver… con el dolor a cuestas

   Poco a poco, Lia logró recuperar su tranquilidad. El monstruo había partido, la amenaza se había disipado, y el silencio ya no era una prisión. Volvió a los suyos. A sus amistades. A su ambiente. A los lugares donde alguna vez fue feliz.

Pero el dolor seguía ahí.

No se fue con él. No desapareció con la distancia. Era un eco constante, una sombra que la acompañaba incluso en los días soleados. Años de sufrimiento no se borran con una mudanza, ni con un decreto judicial. Se quedan. Se filtran. Se transforman.

Lia caminaba con dignidad. Sonreía con esfuerzo. Se reconstruía con paciencia. Pero sabía que el dolor no se cura con olvido… se enfrenta con amor propio.

🌙 Capítulo XL:

Buscando a Ivonne

   Después de todo, Lia no lograba reencontrarse. Se sentía rota, fragmentada, como si su esencia se hubiera perdido entre los escombros de tantos años de dolor. No sabía cómo recomponerse, cómo volver a ser ella.

Buscó consuelo en sus creencias, en la fe que siempre la había sostenido. Buscó refugio en el amor de los suyos, en los abrazos que no pedían explicaciones. Intentó encontrar a Ivonne en los amigos, en la vida social, en la diversión, en el trabajo.

Pero nada parecía suficiente.

Era como si su alma estuviera en pausa, esperando que el tiempo le devolviera lo que el miedo le había robado. Y, aun así, cada intento era un paso. Cada búsqueda, una señal de que no se había rendido. Porque, aunque no lograba encontrarse, seguía buscándose. Y eso, ya era un acto de amor propio.

🌫️ Capítulo XLI:

Cuando respirar dolía

   Lia no solo estaba rota. Estaba vacía. Le dolía pensar. Le dolía respirar. Cada día, el sentimiento de culpa crecía como una sombra que no se iba, como una voz que susurraba que todo había sido su culpa, aunque no lo fuera.

Era un dolor silencioso, persistente, que se colaba en cada pensamiento, en cada gesto, en cada intento de volver a la vida. No importaba cuántas veces se dijera que había hecho lo mejor que pudo. La culpa seguía ahí. Pegada a la piel. A la memoria. A los rincones del alma.

Y, aun así, Lia seguía. Caminaba. Trabajaba. Sonreía cuando podía. Porque, aunque el dolor la habitaba, también lo hacía la esperanza. La esperanza de que algún día, respirar no doliera.

 

Capítulo XLII:

Cuando el poder se confunde con el amor

   Lia lo sabía. Lo reconocía con dolor, con rabia, con vergüenza. Ella había metido a esa persona en su vida. Ella le había permitido destruir su paz, su armonía, su hogar. Ella, que siempre había sido una mujer empoderada, que había tenido las riendas de su destino, permitió que aquel energúmeno lo destruyera todo.

Y esa verdad dolía más que cualquier golpe.

Porque no era solo el daño que él había causado. Era el hecho de que ella, con toda su fuerza, con toda su inteligencia, con toda su luz, lo había permitido. No por debilidad, sino por amor. No por ignorancia, sino por esperanza. No por falta de opciones, sino por creer que podía salvarlo… y salvarse.

Pero Lia entendió que el empoderamiento no se mide por los errores cometidos, sino por la capacidad de levantarse después de ellos. Y aunque el dolor seguía ahí, también lo hacía la voluntad de reconstruirse.

 

🔥 Capítulo XLIII:

El fuego silencioso

   Esos pensamientos le quemaban el alma a fuego vivo. Cada día. Silenciosamente.

Lia caminaba, hablaba, trabajaba… pero por dentro, ardía. El dolor no gritaba, no se mostraba. Se escondía en los rincones de su mente, en las noches de insomnio, en los recuerdos que no pedían permiso para volver.

La culpa, la vergüenza, la tristeza… todo se mezclaba en un incendio emocional que nadie veía. Porque desde fuera, parecía fuerte. Pero por dentro, se deshacía.

Y, aun así, seguía. Porque incluso cuando el alma arde, hay una parte que se aferra a la esperanza. A la posibilidad de que un día, el fuego se apague. Y quede solo la ceniza… lista para renacer.

 

 

🕊️ Capítulo XLIV:

Volver a ser yo

   Durante estos años, Lia decidió que tenía que buscar otro lugar, donde no hubiese recuerdo, un lugar donde sanar. Ya conocía España y Andalucía le atraía extraordinariamente.  Decidió  volar y encontró en España un lugar. Un refugio. Un espacio donde respirar sin miedo, donde reconstruirse sin prisa, donde volver a ser ella.

Con caídas y ascensos. Con errores y aciertos. Con días de luz y noches de sombra. Pero siempre fiel a sí misma.

No fue fácil. Nada lo fue. Pero en cada paso, Lia eligió la autenticidad. Eligió no traicionarse. Eligió sanar desde la verdad, desde la imperfección, desde la humanidad.

Y así, poco a poco, volvió a ser ella. No la que fue antes del dolor, sino una versión más fuerte, más consciente, más libre.

🦋 Capítulo XLV:

El vuelo que nace del dolor (RENACER)

   Desde hace varios meses, algo comenzó a cambiar. El universo, Dios, el destino… como quiera que se llame esa fuerza invisible que nos guía, empezó a enviar señales. Pequeñas, insistentes, claras. Señales que le decían a Lia que había llegado el momento de contar su historia.

No para revivir el dolor. Sino para transformarlo.

No para provocar lastima, sino para dar esperanzas.

Hoy, Lia ha logrado escribir sobre todo esto sin romperse. Hoy sabe que sus alas tienen nuevas plumas. Más fuertes. Más bellas. Más conscientes. Hoy sabe que ha llegado el momento de contar su vuelo. No el que la llevó al abismo, sino el que la sacó de él.

Porque su historia no es solo suya. Es también de todas las mujeres que aún no han encontrado las palabras, que aún no han roto el silencio, que aún no saben que pueden volar.

Y Lia está lista para ayudarlas a emprender el suyo.

capar… sino para guiar a otras gaviotas a encontrar sus caminos entre vientos y mareas.

 

🕊️ Epílogo:

Soy Lia Gaviota

Hoy tengo miles de amigos. Una vida llena de eventos, actividades y cosas que me hacen feliz. Tengo salud. Tengo paz. Tengo armonía.

He vivido mil y una peripecias para sobrevivir, sin perder mis valores, mi esencia, ni el respeto por mí misma ni mis ganas de vivir y ser feliz.

Soy Ivonne. Soy Lia Gaviota. La mujer que voló con las alas rotas. La que cayó, se quebró  se levantó y se reconstruyó. La que convirtió el dolor en propósito. La que ahora vuela alto, no para escapar… sino para guiar a otras gaviotas a encontrar sus caminos entre vientos y mareas.

 

🕊️ Porque cuando una mujer cuenta su vuelo, otras aprenden a desplegar sus alas

Por Lia Gaviota Una historia de dolor, renacimiento y libertad. Un testimonio que no solo se cuenta… se comparte para que otras también puedan volar.

 

 

: Un día, Lia decidió que tenía que volar. No para huir, sino para sanar. Con perseverancia, resiliencia y auto conciliación, así comenzó a encontrar la paz..